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Viviendo a destiempo

Mi cédula dice que mi estatura es 1.65 y aunque sé que es mentira, siempre que me preguntan afirmo con confianza que es 1.65. Al fin de cuentas así reza en un documento oficial, en mi documento oficial.

Mi mamá dice que siempre he sido muy «malacarosa», lo que quiere decir, según ella, que cuando algo no me gusta, mi cara lo dice todo, no necesito pronunciar palabra, y sí, creo que al final terminé por creermelo y por hacer parte de mi vida es «mala cara» que me instauró mi mamá. Al fin de cuentas ella es una autoridad, es mi mamá.

Mi hijo mayor dice que tengo pequeñas obsesiones, de esas que pasan casi desapercibidas, pero que para quienes conviven conmigo resultan ser un poco intensas. Me cuesta quedarme quieta, tengo que estar arreglando algo o atendiendo a alguien en todo momento; apenas me levanto abro todas las ventanas así esté haciendo frío, necesito el aire de la mañana para sentir que estoy viva. Pregunto muchas veces si les gustó algo que hice, si están todos bien, si necesitan algo, si tienen hambre; supongo que esa necesidad de aprobación y de sentirme útil me hace un poco obsesiva, debe ser porque desde que me conozco he tenido que estar pendiente de los otros, de todo lo que está afuera. Al fin de cuentas mis hijos me conocen mucho y seguro JuanSe tiene razón.

Mis amigos dicen que soy muy distante y seria, que no suelo contestar de la mejor forma, pero ellos, los que son mis amigos de toda la vida, me han lidiado desde siempre así y supongo que ya se acostumbraron. Al fin de cuentas las amistades se construyen a partir de la sinceridad, entonces deben tener razón, soy muy rabona.

Como mamá de tres, me es muy difícil estar tranquila, siempre tengo una preocupación fundada o infundada. Si estoy sentada en la sala frente al computador escribiendo una entrada para mi blog y los chiquis están viendo televisión, me siento mal porque debería estar con ellos haciendo alguna cosa como buena mamá; si JuanSe sale de noche, me siento mal si duermo, las mamás se preocupan, no se duermen mientras sus hijos están en la calle de noche.

Si salgo con mis amigas, el sentimiento de culpa me dice al oído que debería estar en la casa, nuevamente haciendo alguna cosa como buena mamá o como buena esposa y cuando llego, pues el sentimiento no se va, se queda ahí martillando, diciéndome que perdí tiempo valioso en familia por estar con «otras» personas.

Siempre hay una razón, siempre vivo a destiempo, siempre busco excusas para no sentirme mal por algo. El afán del día a día entre el trabajo y la familia, ahora en cuarentena, se ha vuelto más intenso y el nivel de exigencia emocional también se incrementa. Con el paso de los días siento que debo exigirme más, hacer más cosas, satisfacer más necesidades.

Algunas veces quisiera irme de vacaciones un mes ¿cómo sería un mes de soledad? ¿a quién tendría que atender? ¿a mí? ¿cómo? no tengo idea de qué hacer conmigo en soledad, pero se me antoja pensarlo. Hace un par de años en un viaje de trabajo, llegué al hotel y decidí quedarme todo el día encerrada en mi habitación, no contesté el teléfono, no dí explicaciones, solo me acosté en la enorme cama y me dejé llevar, no hice absolutamente nada. A la mañana siguiente, el sentimiento de culpa me empezó a hablar desde muy temprano, había perdido un día entero, tenía que empezar a pensar en las excusas que iba a inventar para justificar mi silencio, mi ausencia, mi desconexión momentánea de la realidad.

Suelo revisar mis pendientes y cada vez son más, entonces me exijo y transito entre lo que quiero, lo que puedo y lo que se supone que debo hacer todos los días, qué ganas de no hacer nada y de no tener que dar ninguna explicación por eso; qué ganas de salir a caminar sin decirle a nadie para donde voy; qué ganas de no estar en ningún lado. Todo esto lo pienso mientras disfruto salir con mis hijos y mi esposo a montar bicicleta, porque no solo añoro lo que no tengo, también valoro lo que sí, supongo que estamos hechos de muchas contradicciones y esta mamá por definición no es la excepción.

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