mamás

Todo se ve tan finito desde que te fuiste

He tratado de descifrar y entender por que la gente dice que soy tan fuerte y yo me siento tan absolutamente débil. Me duele respirar y no estoy bien, me siento triste todos los días. Eso no me hace fuerte.

Sé que tengo que seguir viviendo, sé que las cosas y el tiempo pasan. También sé que la vida es así y que eso no lo hace mala. Tengo muchas cosas que agradecer, tengo mucho de lo que siempre quise en mi vida. Pero también tengo esos vacíos, esa oscuridad.

Hace unos meses, estaba obsesionada con mi pasado, con recordar cada detalle de mi infancia, quería escribirlo para que algún día mis hijos pudieran leerlo y saber quiénes éramos cuando todos estábamos vivos. De ese pasado solo quedo yo y mis pocos recuerdos, que día a día se van desdibujando.

Este duelo tiene unas características especiales, no se parece a nada que haya vivido o leído en ningún lado, no solo por las circunstancias en las que ocurrieron los hechos, sino porque no hay forma de encontrarles respuestas. Se fueron ellos y se llevaron mi pasado, un pasado feliz que me ayudaba a sonreír en los momentos difíciles, y ahora, ya no me queda nada. Cada recuerdo de la niñez, está cargado de dolor porque ella ya no está.

Mamá me enseñó a querer la vida tal y como viene, porque así es y hay que disfrutarla. Me enseñó que en los pequeños detalles están los momentos felices. Algunas veces siento que se fueron con ella y no logro resignificarlos.

Quiero darle la vuelta a estos sentimientos de ahogo y desesperación. Quiero creer que si puedo, que su mirada me acompaña y sé que hay que seguir viviendo. Supongo que eso es lo que me hace ver tan fuerte. Volver a las raíces, pero ¿cuáles? no tengo mucho de dónde agarrarme, el pasado más lejano es el que albergo en mi frágil memoria.

Tal vez, la tristeza que me acompaña siempre, pueda ser testigo de cómo esa memoria no solo es frágil sino juguetona, porque va reconstruyéndose y desarmando pedazos a placer.

«La tremenda soledad que implica no tener raíces en ningún lado», Alejandra Pizarnik.

Hablo desde mi lugar, desde mi propia experiencia, desde mis propios miedos y desde los temores que al final se convirtieron en realidad. Tuve una infancia feliz desde lo que recuerdo, una madre amorosa que a pesar de su propio dolor, me dio todo que que necesitaba para hacerme sentir que la vida era bella. Sé que nunca vio la película, pero siempre intentó mantenerme en una hermosa burbuja en la que ella y yo, éramos felices.

La mamá grande, mi madre, sí que era fuerte, siempre le dije que era un roble. Y es que hasta el último momento, ella tomó sus propias decisiones y se dejó llevar cuando ya no le encontró más sentido a su existencia. Mamá era poderosa, logró sobrellevar sus dolencias, físicas y emocionales con la convicción de que todo valía la pena por sus hijos. Entregó tanto cada día. Lo entregó todo.

Mi lugar feliz en la memoria, son los días que pasábamos juntas cuando ella llegaba del trabajo y yo del colegio. Ella trasnochada, después de hacer un turno en la clínica de 12 horas y yo la veía dormir, mientras hacía las tareas. Era una vida tranquila y feliz, no necesitábamos nada más.

En estos meses he aprendido a convivir con mis momentos de luz y de oscuridad, a reconocerme en ellos y sobre todo a no juzgarme. Solo me dejo ser y algunas veces funciona. Fluyen y paso a la siguiente etapa.

Uno va encontrando razones, justificaciones, causas para seguir. Siempre existen posibilidades, nuevos caminos, senderos desconocidos, pero como dicen por ahí, todos los caminos conducen a Roma. Y es que la tristeza no te abandona, solo se esconde o se disfraza, pero sigue ahí. Transita de un lado a otro, es una inquilina incómoda que aprende a acomodarse a todas las situaciones.

He pasado momentos felices, muchos. Busco la manera de estar bien por y para mí. La tristeza me ha enseñado a ser egoísta porque todo se ve tan finito desde que ella se fue. Mis miedos más profundos se hicieron reales, mamá murió y no la voy a volver a ver nunca más. Es la única realidad.

Y es que no es solo el hecho de vivir con la tristeza como inquilina permanente, es también, reconocer que no hay respuestas y que los sofismas no sirven para aliviar el dolor.

Memoria, pasado, raíces, arraigo.

Dolor, duelo, tristeza, vacío.

Soledad.

Fortaleza, creer, posibilidad.

Esperanza, reencuentros, amigos.

Libertad, poder, decisión.

Cambio.

Tecleo palabras ciertas que van perdiendo el sentido, recuerdo momentos vacíos que quiero borrar para que no ocupen el espacio de los que sí quiero tener en mi memoria. Su sonrisa, sus consejos, sus abrazos, nuestros primeros encuentros y desencuentros. El final, su última mirada, sus últimas palabras repletas de amor para mí.

No es pesimismo, es exceso de realidad. No es debilidad, es reconocerse vulnerable. No es condescendencia, es ratificar la existencia de la ausencia eterna.

Ahora que puedo hablar de la muerte y que convivo con mi tristeza, ahora que no solo sé que el mañana es hoy y que todo termina antes de lo esperado. Ahora que me reconozco infinitamente vulnerable y frágil, puedo seguir adelante. De vez en cuando caminaré hacia atrás, otras veces iré hacia un lado o hacia el otro y muchas veces me caeré y no voy a querer levantarme, pero lo haré.

Tendré días de mucha oscuridad, pero rodeada de abrazos que me llenarán de esperanzas fugaces. Con eso bastará. Me llenaré de ilusiones vagas, de sueños inalcanzables y de momentos vacíos. También se vale.

Contaré los días desde que se fue, para saber desde cuándo esta inquilina se aloja en mí. Será una nueva forma de vivir. Cada día será un reto. Aún así, la extrañaré cada minuto, cada instante de mi vida y seguiré sonriendo por su memoria, su recuerdo.

Dos años después…

«Me decido a tararearte, todo lo que se te extraña, desde el día en que te fuiste hasta el agonía de hoy», Tu Fantasma de Silvio Rodríguez.

En estos días de celebración y buenos deseos, mi mente no deja de revivir la película de esos últimos días que estuvimos juntas, la angustia vuelve a ser la protagonista de mis desayunos, la ansiedad mi compañera de sueños y el vacío el amuleto de mis insomnios.

El dolor intenso se ha ido transformando en reflexión, pero la ansiedad no se va, la tengo alojada en el cuello y la espalda. Hace poco tuve una conversación con los amigos de la vida, uno de ellos me dijo que la muerte de mi madre y de mi hermano me había cambiado mucho. Obvio ¿no? ¿Cómo se puede ser la misma después de pasar por esto?

Y es que vivir con este dolor clavado en la vida, tiene consecuencias, lloro sin razones aparentes, me levanto triste cualquier día, cuestiono todo lo que me pasa con más intensidad que antes, pero también he aprendido a valorar hasta los pequeños detalles, esos que generalmente pasan desapercibidos. Amo profundamente lo que hago, doy gracias al universo por permitirme sentir y vivir como lo hago, me desenfreno con más frecuencia, me quiero con más frecuencia, soy un poquito más egoísta.

Mamá está presente todos los días, mamá me acompaña en todo este proceso, sin ella no podría seguir adelante, sin los recuerdos que sigo tratando de mantener intactos, no sabría cómo avanzar. Me sujeto a ellos con fuerza, una rosa, un color, un aroma, una palabra, un dicho, todo es válido. Mamá era como un roble, siempre pensé que esa comparación era un halago, ahora creo que fue un peso demasiado grande que le impuso sin querer.

También a mamá le exigíamos que fortaleza, que se levantara después de cada caída y siguiera adelante. Con una sacudida bastaba. Cuando se separó, cuando murieron sus padres, cuando se pensionó, cuando murió Juan Carlos, creo que nunca nadie le preguntó cómo estaba, solo esperamos que se levantara y siguiera el protocolo de «dejar atrás». Nadie la escuchó llorar o gritar de rabia, nadie nunca la vio derrumbarse, pero estoy segura de que lo hizo muchas veces, con la puerta cerrada y sola. Mamá nunca supo dejarse caer, mamá tenía que ser fuerte, tenía que seguir, no se podía dar el chance de quedarse en cama arrullando su dolor, tenía que trabajar y sacar a sus hijos adelante.

Mamá no tenía quién la escuchara. Mamá no sabía cómo expresar su dolor.

Sacar, dejar ir, soltar, fluir, son palabras que no estaban en su vocabulario, a ella le enseñaron que las mujeres soportan el dolor sin quejas, porque no tiene sentido hablar de lo que no se puede solucionar. Ya está. Y aún así, mamá sacó, dejó, soltó y fluyó toda la vida, con los dolores guardados en el monedero para que no estorbaran, con las angustias represadas debajo de la almohada, con la ansiedad metida en el pecho sin que nadie la notara.

Mamá tomaba pastas medicadas, mamá era una mujer muy solitaria, sin amigas, sin redes de apoyo.

Mi madre decidió alejarse del mundo muchos años atrás, mucho tiempo antes de que yo naciera, se dedicó a trabajar, trabajar y trabajar, cuando nos quedamos solas, después de su pensión, se dedicó a mí, cuando se enfermó Juan Carlos, se volvió a dedicar a él, cuando nació Juanse, se dedicó a JuanSe y así hasta siempre. Y ¿ella?. Tengo muy pocos recuerdos de mi madre dedicada a ella, creo que no sabía cómo hacerlo, por eso se ocupaba de los demás con el mayor fervor y dedicación.

Los momentos de paz en mi vida, llegan cuando pienso en ella. Trabajo en alejar el dolor y sufrimiento de su recuerdo, porque solo quiero pensarla en los momentos felices que vivimos. Hoy, dos años después ese recuerdo me mantiene, me permite avanzar y construir nuevos momentos con quienes amo, con eso basta por ahora.

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